domingo, 28 de junio de 2020
Este jueves un relato: la escalera
jueves, 25 de junio de 2020
Este jueves un relato: Mudanza
Rogelio aceptó trabajar en la mina, como habían hecho su padre, su abuelo y su bisabuelo, por un escaso sueldo y una mísera vivienda. En el fondo, se sentía muy afortunado al poder ofrecer a su mujer, entonces embarazada de su primer hijo, un techo que los cobijara. Diez años después y dos hijos más habían dado al traste con su felicidad. La habitación estaba en los barracones de los mineros, era en parte semienterrada y en apenas seis metros cuadrados vivían hacinados los cinco miembros de la familia.
En la cantina, Rogelio ojeaba un periódico atrasado y se quedó mirando un anuncio que a duras penas pudo leer. En él se ofrecía trabajo en la capital con vivienda incluida. Muy contento, fue al locutorio del pueblo y llamó al número de teléfono que, a gran tamaño, aparecía en la noticia y aceptó el trabajo, si consultarlo con nadie, en una gran fábrica de piezas de automóviles.
La familia, ilusionada al de poder mudarse de aquella opresiva estancia en la que apenas entraba la luz por la única ventana que tenía, recogió sus escasos enseres y con ellos a cuestas se dirigieron a la parada del autobús. El viaje, emocionante para todos que nunca habían salido de la cercanía de la mina, los llevó hasta el centro de la ciudad.
Con los ojos muy abiertos recorrieron las calles transitadas de personas apresuradas y con un ruido infernal al que no estaban acostumbrados.
Dos horas caminando y llegaron a la dirección que le habían dado. Les fue imposible no mirar hacia arriba. Delante de ellos una enorme mole con un sinfin de ventani
tas los saludó.
Los niños se quedaron boquiabiertos. Rogelio miró a su esposa que, con el rostro serio, intuyendo lo mismo que él.
—Papá, papá, ¿ahí vamos a vivir? —preguntó el pequeño.
—Eso parece —respondió Rogelio, soltando en el suelo los bártulos que ya le pesaban.
—Pues a mí no me gusta —replicó el chiquillo.
—Hemos pasado de hacinados en horizontal a hacinados en vertical —musitó la
mujer con resignación y emitiendo un sonoro suspiro
jueves, 18 de junio de 2020
Este jueves un relato: Fragmento inspirador: COBARDE
«A todos, en algún momento, se nos ha revelado la existencia como algo particular, intransferible y precioso» (Octavio Paz); al menos, eso pensaba Dolores cada vez que miraba a sus hijos, los veía sonreír, discutir, enfadarse o cuando les daba sonoros besos y abrazos de los que hacen época. Sus hijos eran su bien más preciado, el resultado del amor eterno que su marido y ella que se habían prometido en una preciosa ceremonia con muchísimos invitados. Amor eterno...; hasta que en algún momento de su existencia, que no sabría ubicar, él se transformó en un ser irreconocible, un monstruo con el ya estaba cansada de bregar y del que se separó por el bien de sus hijos, ante todo. Desde entonces vivían medio en paz, pero al menos, el ambiente era respirable y las risas habían vuelto al hogar, supliendo los gritos, los malos modos y los empujones.
Dolores
acababa de apagar el despertador y estaba algo desorientada; sin embargo, oyó
claramente unos acelerados pasos. El corazón se le puso a mil y la boca se le
secó. Los conocía bien. Se levantó y fue corriendo hasta la puerta de entrada,
justo cuando él la abría de una patada. Allí estaba el diablo empuñando un
cuchillo de caza. Ella pensaba en sus hijos que aún dormían, tenía que
protegerlos. Se acercó, le susurró que se calmara, se lo pidió por lo que más
quisiera y, al mismo tiempo, al ver su boba sonrisa y la negrura en sus ojos intuyó que no iba a
ser posible porque había decidida determinación en su rostro. «Acabará con nosotros»,
se dijo para sí. Dolores le dijo que era preferible hablar, pero él negaba con la cabeza.
Antonio, su hijo de 17 años, salió enfurecido del dormitorio e intentó quitarle el cuchillo al padre, recibiendo unas cuantas puñaladas que lo dejaron mal herido en el descansillo. Dolores, con un grito ahogado en la garganta y en el miedo a modo de piel, salió corriendo para llegar a la habitación de su hijo pequeño, Vicente, que aún dormía apaciblemente, soñando con un futuro que ignoraba le será cercenado de una cuchillada. El mostruo la pilló en el salón y sin ningún prurito le metió una y otra vez el cuchillo en el estómago y el abdomen, con fuerza y retorciéndolo para hacerle más daño. Dolores cayó al suelo y con su último hálito de vida le escupió: COBARDE. Él se enervó, él no era un cobarde si no un valiente por lo que iba a hacer; era la zorra de su mujer que una vez más quería liarlo, manipularlo. «Qué bien está muerta», pensó, cuando asestaba una última puñalada en el cuerpo inerte de Dolores. LLegó al dormitorio de Vicente, los ojos del chico de 10 años lo escrutaban aprisionado por un miedo atroz y antes de que la palabra papá saliera de sus labios, el padre le propinó un certero tajo que lo dejó sin vida al instante, al tiempo que la sangre resbaló desde el cuello formando un gran charco en el suelo.
El monstruo se paseaba ufano, de un lado a otro, observando lo que había hecho. Consumada su venganza se dirigió al salón. Se sentía satisfecho y tranquilo. «Todos se lo merecían». Sin embargo, no estaba dispuesto a sufrir en la cárcel, lo tenía decidido, lo mejor era suicidarse: se arrojaría por el balcón y todo concluiría... Y eso hizo, pero, en los escasos segundos que tardó en dar con la cabeza en el suelo, escuchó a Dolores llamándolo COBARDE, COBARDE, COBARDE.
Más relatos sobre fragmentos en el blog de Monica
miércoles, 10 de junio de 2020
Este jueves un relato: Cuento de botica
Un cuento de botica
Faltaba un minuto para las ocho de una tarde fría y lluviosa de invierno. El boticario iba con pasos cortos y cansados a cerrar la puerta. Echó la llave y cuando estaba dando la vuelta al cartel que anunciaría que la farmacia estaba cerrara, un relámpago iluminó la calle principal, de un pueblo de poco más de quinientos habitantes. La cara suplicante de Carmencita para que le abriera, apareció de improviso al otro lado de los cristales.
Ramón se apresuró a descorrer el pestillo y le abrió.
—Pero, hija mía, que haces ahí. Estás empapada. Pasa, ¡venga!
Carmencita entró en la botica, apurada y sin saber por dónde empezar.
Un largo e intenso trueno los pilló desprevenidos y los dos se asustaron.
—Vaya nochecita que nos espera. Y dime, ¿en qué te puedo ayudar? —preguntó, Ramón.
La joven se echó a llorar y al boticario se le partió el corazón al verla tan desolada.
—Usted ya sabe como es mi marido.., ya no puedo más —dijo, entre sollozos.
Ramón se le acercó, le echó el brazo sobre los hombros y la llevó hasta las sillas que había al lado del mostrador.
—Vamos a sentarnos.
—Estoy desesperada, don Ramón, ya no sé qué hacer, no puedo soportarlo, necesito que me ayude. Me tiene que dar unos polvitos o lo que sea, que yo se lo vaya echando en la comida sin que se de cuenta y terminemos con mi sufrimiento.
—¡Ay! Carmencita, ¿seguro que no hay otro método?
—No —dijo la joven cabizbaja.
—Está bien. Espera aquí.
Ramón se levantó y fue hacia la rebotica. Nada más descorrer la cortina, Santa, su mujer, lo cogió de la solapa de la chaqueta y lo llevó a la zona trasera de las estanterías de medicamentos
—¿Pero qué vas a hacer? ¡Eres un insensato! No ves que esa zorra te está liando. ¡Con esa carita de buena que tiene... quiere quitarse de en medio al marido! No creas que no me he dado cuenta de cómo la miras. Al final, ella confesará y la Guardia Civil vendrá a por ti.
—¡Déjame! —exclamó Ramón, conteniendo la voz para que la joven no los escuchara—. ¿Me meto yo en tus rezos o en tus reuniones parroquiales con don Servando? Pues ya sabes, zumbando para arriba, que en unos minutos termino y que no me entere que cuentas nada de esto. ¿Entendido?
Ramón machacó en el mortero una mezcla de pastillas hasta dejarlas convertidas en un polvo fino mientras sonreía para sus adentros recordando lo que Santa le había dicho.
—Échale media cucharadita de café en la copa de vino y remueve hasta que se deshaga. No lo notará —dijo el boticario, dándole un sobre.
—¿Qué le debo?
—Nada. Y vete ya, la noche está empeorando.
—Gracias. No sé como voy a pagarle lo que está haciendo por librarme de este martirio —le dijo Carmencita, con los ojos humedecidos.
Ramón, cerró las puerta tras salir la joven. Por los cristales la contempló hasta que se perdió en la negrura. Una amplia sonrisa afloró a sus labios.
Pasó la primavera y llegó el verano. Un sol de justicia anunciaba las altas temperaturas que se esperaban para ese día. Ramón, fue a la ventana con idea de aminorar la luz del sol que entraba ya hasta la mitad de la botica. Cuál fue su sorpresa cuando vio pasar a Carmencita, feliz y contenta, con una barriga de unos siete meses, cogida del brazo de su marido. Comenzó a bajar el estor mientras pensaba que sus polvos habían hecho efecto y, lo mejor, no había sacado de la duda a Santa, que aún seguía pensando que entre los dos se querían cargar al marido. Soltó una estridente carcajada.
¡Qué culpa tenía la pobre Carmencita de que su marido fuera impotente!
Más cuentos de botica en casa de Dorotea
miércoles, 3 de junio de 2020
Este jueves un relato: Y después de la venganza, ¿qué?
FATAL EQUIVOCACIÓN
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