De pequeña, mi lugar preferido de la casa era la cocina. Por supuesto, no era como las de ahora. Las paredes estaban cubiertas de azulejos de color blanco brillante y los muebles eran de mampostería; en lugar de puertas tenían unas cortinas de tela de cuadritos de vichy blancos y verdes. Un pollete de marmol (ahora le llaman encimera) los cubría y servía de superficie de trabajo. Mamá me sentaba en una silla alta y desde mi atalaya la observaba ir y venir de la despensa al fogón y de éste al fregadero; de vuelta, casi siempre hacía una parada en la alacena o en la nevera. Al principio, la cocina en la que se guisaba era de carbón, luego solo sirvió para sostener a la de tres fuegos de butano y para que yo jugara abriendo las diferetntes puertecitas que tenía en el frente y que ahora muy bien no podría decir para qué servían. En ese lugar de la casa me crie. Ahí aprendí a leer y a escribir. También a conocer los alimentos, a manejar las cantidades y a mezclar
Blog literario de la escritora María José Moreno