miércoles, 23 de septiembre de 2020

Este juves un relato: Encuentro con mi pasado

 

 

 

 

 


 


Como cada viernes, doña Juani, la seño, nos ha mandado de tarea que hagamos una redacción. Las odio. Les tengo una manía gordísima. No me gustan nada las clases de lengua, prefiero las de historia, son mucho más divertidas. Esta vez nos ha dicho que la hagamos sobre “costumbres” y la verdad, no sé por dónde empezar porque no sé muy bien lo que significa esa palabra. Le he preguntado a mamá y me ha dicho que se trata de contar algo que haga habitualmente. Menudo lío, porque tampoco sé qué significa eso, pero como ya he preguntado mucho y mi madre cuando se cansa me pega un bufido, he decidido darle vueltas a la cabeza y esperar a que me ilumine el Espíritu Santo, que según mi abuela siempre acude a echarnos una mano, sobre todo en los exámenes y ella le ayuda poniendo lamparillas por toda la casa.

 

                                                                 

         12 de Marzo de 1965

COSTUMBRES

 

En mi casa, el domingo es un día de costumbres.

Por la mañana, muy temprano, me despierta mi madre y me viste con el traje de los domingos y sin desayunar, porque así lo manda la Santa Madre Iglesia, vamos hasta la iglesia para oir la misa de las ocho. No me puedo olvidar el velo para ponérmelo encima de la cabeza ni el misal que me regalarón en mi Primera Comunión. La misa se me hace muy larga, sobre todo cuando el cura habla, pero tengo que tener cuidado de no bostezar porque si no mis padres me miran con cara de pocos amigos y mi abuela, ni te cuento. Después de comulgar, mi estómago siempre empieza a protestar y mis tripas comienzan a sonar a la vez que el cura dice: “Podéis ir en paz”.

A continuación, viene lo mejor. Nos paramos a comprar geringos en el puesto de María, una señora muy pequeñita y gruesa que lleva un delantal blanco sin machas. Con un artilugio que se pone bajo el brazo, echa la masa en el aceite para hacer las ruedas de geringos. Nos los da ensartados en un junco y están riquísimos.

Luego me quedo en la calle con mis amigas y lo pasamos muy bien jugando a pillar, a policía y ladrón, a la tanga y también saltando a la comba y a la goma.

Como es domingo, siempre comemos arroz con pollo. A mí no me hace mucho tilín, sobre todo el muslo, que cuando le quitas la carne del hueso está como ensangrentada. Encima no puedo ni protestar porque enseguida me dicen que debo dar gracias a Dios por poder comer, que hay muchos chinitos y negritos en el mundo que no tienen nada que llevarse a la boca. Yo, a esos niños de otros paises, los conozco por las huchas que las monjas nos dan el día de Domund para que pidamos limosna por ellos. Siempre me toca el chinito, con su bonito y brillante sombrero amarillo y cuando me lo imagino muerto de hambre me da mucha pena. Ahora se por qué siempre tiene esa cara tan seria.

Por la tarde mi padre se va al futbol y yo espero ansiosa a que regrese. Me siento en el escalón del portal y cuando lo veo torcer la esquina miro sus manos. Si de ellas cuelga un paquetito, es que su equipo ha ganado y entonces podremos saborear las milhojas, los bizcochos borrachos o los cortadillos de cabello de ángel que ha comprado en la pastelería. Si viene con las manos en los bolsillos y la cara enfurruñada, es que ha perdido su equipo. Nos quedamos sin pasteles

Así son mis domingos y como el hombre es un animal de costumbres, según dice mi madre, ya me puedo ir acostumbrando, porque me esperan muchos domingos como este.

FIN

Más encuentros con el pasado en el blog de Mag

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Este jueves un relato: Monstruos


 

Rosaura nació marcada por una caprichosa mancha violácea que cubría la mitad de su cara y abultaba sus labios hasta hacerlos irreconocibles. No se sintió distinta hasta que un día en el patio del colegio los compañeros entonaron el grito de: ¡Rosaura es un monstruo! ¡Rosaura es un monstruo!

Monstruo, monstruo… Persona muy fea que causa espanto. Dolorosas palabras que resonaban en su cabeza sin poder acallarlas. Sin hallar consuelo, corrió a su casa y buscó refugio en las faldas de su madre. Esta la abrazó y entre arrullos y caricias, secó sus lágrimas y calmó sus miedos cuando le susurró, con su dulce voz, que era preciosa. Además, la mancha la hacía única y especial, en el pueblo no existía nadie como ella. 

Entre risas y miradas, descaradas unas y esquivas otras, transcurrió su juventud. Recién cumplidos los veinte emprendió la huída hacia la gran ciudad. Deseaba perderse en la maraña de sus calles y avenidas, ocultarse entre la multitud para pasar desapercibida, para dejar de ser un monstruo. Durante un tiempo vagabundeó sin encontrar lo que buscaba. Allí le ocurría como en su pueblo, las burlas y las carcajadas no cesaban. Desesperada, Rosaura se dejó engullir por la gran urbe para terminar cautiva de la anestesia que las drogas ejercían sobre su intenso dolor y esclava de la amnesia que el alcohol le producía hasta olvidarse de su terrible fealdad.

Una noche de invierno gélida y lluviosa, aceptó una dosis que, un extraño con el que se cruzó, le regaló. Al poco, se sumió en un estado de inconsciencia del que no despertó.

Tumbada en la fría mesa de acero, del instituto anatómico forense, le llegó su turno.

—¡Dios mío! Si no me equivoco es la tercera víctima de esta semana que tiene una malformación en la cara y que muere por sobredosis. Demasiada coincidencia —dijo el forense—. Esto puede ser obra de un asesino en serie.

—En efecto, la obra de un monstruo —sentenció la ayudante, mirando con ternura el cadaver de Rosaura. 

 

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jueves, 3 de septiembre de 2020

Este jueves un relato: Queridos Profes

 

El sol cae como una pelota y luna hace su tímida aparición entre las espesas nubes. La clase, iluminada durante el día por las sonrisas infantiles se llena de sombras. El olor a chicle de fresa es sustituido por un enrarecido ambiente en el que predomina el olor a ventana cerrada, polvo de tiza y niño cansado.

El abecedario, que con tanto primor había escrito la maestra a principio de curso, permanece en la pizarra. Al dar las doce el reloj del campanario las letras del abecedario se agitan en convulsos movimientos hasta que caen al suelo como si fueran copos de nieve. Tras unos instantes de perplejidad, se oye la voz chillona y firme de la panzuda b que se ha atribuido el mando, por aquello de que es la primera consonante.

—¡Firmes! Las vocales a un lado y las consonantes a otro. Dos filas y marchando a buen ritmo —ordena.

Las vocales, dispuestas siempre, acatan la orden con celeridad; las consonantes no tanto. Discuten entre ellas y remolonean, no les gusta que les manden y, menos, una igual. Al final, consienten, e inician el desfile, ante la sorprendida o y la risueña u, que las mira con descaro.

La l y la ll, espigadas y orgullosas; la n, andando rápido para pillar a la m; la q, que renquea de una pierna, se apoya en la p que cojea de la contraría, formando un buen tándem y la s se contonea como una chica con tacones altos.

Una tras otra enfilan hacia el tercer pupitre de la derecha, ahí es el lugar de encuentro, el cuaderno de Mateo. Cuando llegan, cada una de ellas realiza su cometido. Primero se mezclan, luego se agrupan en palabras y a la orden de: ¡Ya!, todas comienzan a  dejar su impronta ayudadas por el mordisqueado lápiz, su fiel amigo.

Antes de que sol aparezca, el trabajo está realizado y las letras regresan a su lugar de descanso. Esto lo hacen siempre que hay alguna tarea para realizar en casa.

Mateo no puede llevarse el cuaderno. Cuando su padre llega de la taberna, harto de vino, siempre la toma con él. Si, además, lo ve haciendo tareas lo llama sabiondo y se ríe de él. En más de una ocasión, cuando lo ha visto estudiando le ha roto los libros y el cuaderno. Desde entonces prefiere dejar todo en la clase.

A las nueve de la mañana la algarabía vuelve a colmar el aula. Mateo corre nervioso hasta su pupitre, lo abre y mira el cuaderno. Allí está, la tarea hecha. Sonríe y da gracias a Dios. No sabe cómo ocurre, debe ser cosa de los ángeles o de algún duende que lo cuida.

Las palabras de Rosa, su profesora, lo sacan de su ensimismamiento.

—¡Venga, niños! Vamos a ver las tareas que os mandé ayer.

Mateo obedece.

—Muy bien, Mateo, tienes una letra preciosa —le dice Rosa cuando pasa a su lado mientras le guiña un ojo.

—Se parece mucho a la de usted, profesora —susurra, Dani, el compañero de pupitre de Mateo.

—Que va, esta es menos redonda —dice Rosa, negando con la cabeza mientras se dirige al final de la clase

Mateo se queda pensando en las palabras de Dani, pero cuando mira hacia la pizarra ve cómo la ñ se quita el sombrerito y lo saluda. Entonces, sacude la cabeza, cierra los ojos y los vuelve a abrir. No es la ñ, es Rosa la que lo mira fijamente mientras habla y la que lo premia con una enorme sonrisa.

        El niño coge el lápiz y comienza a escribir, es tan feliz en el colegio que se le olvida todo. Aún quedan muchas horas hasta regresar a casa.
 
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