Mi madre en el día de su boda
Dicen que tenemos sobrevalorados los recuerdos que,
al fin y al cabo, solo son química; para unos dopamina, y para otros, una
proteína de nombre impronunciable. A esto hay que añadir que los recuerdos, a
veces tan elaborados y con lujo de detalles, son solo sensopercepciones puntuales,
concretas. Para poder llegar hasta ellos hemos tirar de un piquito del hilo y
al hacer esa labor le vamos añadiendo material, unas veces consciente, otras
inconsciente y en la mayoría de las ocasiones fantaseado. Por eso, los
recuerdos son poco fiables, a pesar de la insistencia en la fidelidad del mismo
de la persona que hace ese ejercicio de volver la vista atrás.
Justo lo que yo voy a hacer ahora mismo. No sé si
lo que voy a contar es un solo recuerdo o la suma de varios, pero lo
fundamental eso os aseguro que es cierto,
Hoy, 1 de febrero de 2019, mi madre hubiera
cumplido 99 años.
Repasando en mi blog he encontrado una entrada que
le dediqué cuando lo inauguré, sobre un recuerdo que tengo y que hoy me
gustaría compartir con vosotros.
En estos últimos diez años me han sucedido muchas
cosas buenas y estoy segurísima de que ella las habría disfrutado y aunque sé
que siempre está a mi lado, a veces, la echo muchísimo de menos.
«El olor a canela en rama y cáscara de limón impregnaba
la casa. Mamá, en la cocina, removía el arroz con leche que borboteaba en una
cacerola con una cuchara de madera. Lo hacía lentamente pero de forma rítmica.
Lo importante es que no se pegara al fondo de la cacerola. Yo la observaba atenta, y también divertida,
desde mi asiento preferente en el pollete de la cocina al que me encaramaba
cada vez que ella cocinaba. Le gustaba contarme historias de todo tipo. Era una
enamorada de la geografía, de la historia, de la lectura y del cine. Me ayudaba
a estudiar y a memorizar mientras ella se afanaba en la cocina. ¡Qué buenos
ratos!
En esta ocasión intentaba memorizar una poesía que
me habían puesto de tarea en el colegio: «La canción del pirata» de José de
Espronceda. Ella me decía, apréndete los primeros versos y luego ya seguiremos,
poco a poco.
Yo, era incapaz, me atascaba y repetía una y otra
vez Con cien cañones por banda, viento en
popa a toda vela. Mamá me miraba de reojo, sin perder de vista el arroz con
leche, y sonriendo me obligaba a comenzar de nuevo, pero no había manera. Nerviosa,
llorando, le decía que aquello no era para mí. Me marché de la cocina al tiempo
que ella terminaba de rellenar los cuencos con el arroz con leche y los
espolvoreaba con la canela molida.
Al poco, apareció en el salón, donde yo seguía dale
que dale con la maldita poesía. Fue a la librería, cogió un libro muy
pequeño, de hojas muy finas y pasta marrones con adornos dorados y se sentó a
mi lado en el sofá. Era su libro preferido de poesía: «Obras completas de
Gabriel y Galán» y me leyó unas estrofas de una que se llama «Mi vaquerillo»:
He dormido esta noche en el monte
con el niño que cuida mis vacas.
En el valle tendió entre ambos
el rapaz su raquítica manta
¡y se quiso quitar-¡pobrecillo!-
su blusilla y hacerme almogada!
Una noche solemne de junio,
una noche de junio muy clara...
Los valles dormían,
los búhos cantaban,
sonaba un cencerro,
rumiaban las vacas...
La escuchaba embobada. Cuando terminó, me habló de
la belleza que encerraban las palabras, de lo bueno que era entonar para dar la
importancia que cada una se merecía y que había que comprenderlas para poder
hacerlas nuestras. Solo de esa manera se almacenan en nuestra cabecita. Luego
me habló de lo trascendental que era leer y lo que los libros habían supuesto
para ella: Una puerta para conocer el mundo y las personas, que su vida
rutinaria de ama de casa y practicante, con pocos medios económicos, nunca le
hubiera permitido. Me regaló el libro de poesía (que ahora mismo tengo en mi
regazo) y se dispuso a estudiar conmigo «La canción del pirata», hasta que
conseguí recitarla de memoria y entonando como a ella le gustaba. Era muy
perfeccionista y persistente y creo que yo he heredado esos rasgos. Nunca he
olvidado ese canto del pirata y , por supuesto, a ella
Un cáncer me la arrebató cuando yo tenía veintitrés
años y ella, sesenta (la edad que yo tengo ahora).
Su poesía, su amor por los libros y por su familia,
su saber estar y hacer…, quedó en mí. En una grandísima parte, lo que soy se lo
debo a ella. Y a ella fue la dedicatoria de mi primera novela (aún por
publicar) y que reza así: A mi madre, que me transmitió su amor por la lectura».
Seguro que le gustaría saber que no solo publiqué
esa primera novela, La caricia de Tánatos, con dicha dedicatoria, sino que he
publicado cuatro más y acabo de finalizar otra. Que he triunfado en mi
profesión, su mayor deseo; que soy una buena persona, su obsesión; que tengo
una buena familia y un nieto precioso. Mamá, no solo te debo que me inculcaras
el amor por la lectura, sino el amor a la vida, porque él ha presidido y
preside mi existencia.
Siempre echándote de menos, mamá.
Feliz cumpleaños.
PD/ Desde ayer estoy esperando a que alguien se de cuenta del error que hay en los cañones. No son cien sino diez. Se ve que somos muchos los que insistíamos en esa cifra tan alta., quizá porque de esa manera nos pareciera un barco de mayor embergadura. Esta mañana, mi querida amiga Mayte Esteban, partida de la risa, me escribe diciendo que a su hijo Alex le pasaba igual, que en lugar de diez decía cien. Por lo que se ve las labores maternas en el aprendizaje memorístico siguen siendo imprescindibles ;-). A mi me lo corrigieron muchísima veces, pero cada vez que retorna a mi memoria el barco tiene cien cañones por banda.