
Como todos años, desde la muerte de su padre, Enrique pasaba temporadas en la gran mansión de Eduardo Moran. Le gustaba porque estaba llena de habitaciones, pasadizos y puertas ocultas y tras llevar un tiempo en ella su alma se serenaba. Este año, llovía a mares cuando llegó. El criado lo esperaba con el paraguas, sacó su maleta del coche y lo cubrió hasta la casa.
—La cena será a las 9 —le comunicó
Mientras deshacía la maleta y pensaba qué ponerse, oyó un crujido intenso que confuncido con un ruido del trueno. Se sobresaltó. Al poco, un relámpago iluminó la habitación y cuando miró para la zona de la puerta, de dónde procedía el ruido, sus ojos se toparon con un anciano, vestido con un traje de otra época, bastante andrajoso, con los pelos canosos y tiesos, que fumaba una enorme pipa sin echar humo. Asustado, reculó, y terminó sobre la cama. El viejo se le acercó.
—¡Ja!,¡Ja!,¡Ja!..., así que tú eres el nuevo heredero que viene a visitarnos.
—¿Qué dice? ¿Quién es usted? —dijo Enrique, tartamudeando
—¿Cómo? No conoces al insigne Eduardo Moran I, creador y primer dueño de esta casa.
—No puede ser. Esta casa, según pone en la entrada, se construyó en 1750.
—Pues eso, en ese año yo la construí con estas manos —dijo, enseñándolas— y la hice tal como es ahora, con todos su escondites, con sus dobles habitaciones y como un lugar de comunicación entre los vivos y los muertos.
—En ese caso, usted debería estar bajo tierra, a no ser que sea... un fantasma.
¡Dios mío! Los fantasmas no existen. Esto es un mal sueño o estoy alucinando— se dijo Enrique, cerrando los ojos para no ver al anciano.
Al abrirlos
allí seguía.
—Ya formas parte de mí y te acompañaré toda tu vida como hago con todos los nuevos herederos —le anunció, con una voz tan roca que le erizó todo el vello del cuerpo y que provocó que su vejiga se descargara sin poder remediarlo—. Yo soy tu amo, te guiaré por los campos tenebrosos de los muertos vivientes, te enseñaré cómo dar y cómo quitar vida. Yo señor, tú mi esclavo, y entre los dos haremos que el mal reine en esta mansión y se extienda por todo el valle. ¡Sígueme!
Como si estuviera hipnotizado, Enrique lo siguió sin protestar. Cruzaron una puerta que había en el fondo del armario. Fuera la lluvia arreciaba y los truenos cada vez eran más seguidos. La luz se fue y el pasadizo estaba muy oscuro. Continuó, apoyando las manos sobre los muros del pasillo. Su mente daba vueltas a lo que le había dicho el viejo: la vida y la muerte, muertos vivientes, el heredero, la mansión... Negaba con la cabeza que aquello estuviera pasando, cada vez más nerviosos con el corazón latiendo a mil y la angustia atorándole la garganta cada vez que escuchaba la ronca voz de viejo llamándolo por su nombre.
—¡Pero bueno, Enrique! ¿Qué haces metido en el armario? Seguro que Santos ha estado por aquí —murmuró.
—¿Santos? ¡Ven aquí!
Santos con andar pausado y la pipa en la boca se plantó delante de la enfermera.
—¿Cuántas veces te he dicho que dejes a los internos en paz y no le cuentes nada de miedo? No ves que sus mentes son frágiles. Y venga, quítate ese disfraz que lo vas a estropear para el día que hagamos el teatro.
Enrique, que en ese instante abandonaba el armario, se quedó mirando a Santos. De su boca salió un grito desgarrador que se extendió por toda el hospital, al tiempo que su cuerpo convulsionaba, preso del miedo más horripilante. Tenía los ojos vueltos, la cara pálida, la boca contraída en un rictus de pavor, la saliva escapándose por la comisura de sus labios y no dejaba de musitar: soy el heredero, tú y yo, reinará el mal en la mansión...
—¡Mira que eres cabrón, Santos! —le dijo la enfermera mientras sujetaba al joven para que cayera al suelo—. ¡Desde luego, porque sé que no estás cuerdo que si no...! Venga, avisa para que me traigan un calmante y que vayan preparando la bañera de agua fría.