El chico pelirrojo creyó oír un
ruido y se escondió a toda velocidad detrás de las cortinas. Desde su escondite
veía parte de la habitación iluminada por el resplandor de la chimenea. La
caja fuerte se había quedado abierta y en el suelo, el señor Parker estaba en la
posición que había quedado después de que él le asestara un golpe con el
atizador de la chimenea, con la mala
fortuna de que se diera en su caída con el pico de la mesa de mármol en la que el
señor exhibía su colección de pipas; ahora, desparramadas por el
suelo.
Con el corazón desbocado, apretaba con todas sus fuerzas el collar de brillantes que había robado y que le serviría para que aquellos desalmados que habían raptado a su novia la dejaran en libertad. Se lamentó de haber perdidos unos minutos embelesado por la belleza de la joya, que se le antojaban cruciales para poder haber huido. Ya no escuchaba nada. Le parecía que el silencio era absoluto y por tanto el momento para salir de aquella habitación. Con sigilo se adentró por el pasillo que llevaba a la cocina para escapar por la puerta de servicio. Cuando iba a salir escuchó unos chillidos y unos pasos aligerados. Alguien había descubierto el cadáver del señor Parker. Comenzaba su carrera cuando un dóberman le cerró el camino, lo miraba con fijeza enseñándole los dientes y le lanzaba unos gruñidos espeluznantes.
Con el corazón desbocado, apretaba con todas sus fuerzas el collar de brillantes que había robado y que le serviría para que aquellos desalmados que habían raptado a su novia la dejaran en libertad. Se lamentó de haber perdidos unos minutos embelesado por la belleza de la joya, que se le antojaban cruciales para poder haber huido. Ya no escuchaba nada. Le parecía que el silencio era absoluto y por tanto el momento para salir de aquella habitación. Con sigilo se adentró por el pasillo que llevaba a la cocina para escapar por la puerta de servicio. Cuando iba a salir escuchó unos chillidos y unos pasos aligerados. Alguien había descubierto el cadáver del señor Parker. Comenzaba su carrera cuando un dóberman le cerró el camino, lo miraba con fijeza enseñándole los dientes y le lanzaba unos gruñidos espeluznantes.
—¡Alto o disparo! —dijo Monsieur Poirot
con el arma en la mano apuntando al joven.
—No dispare —respondió con voz trémula el chico pelirrojo girándose y levantando las manos.
—Aquí tenemos al asesino —explicó el detective muy ufano mirando a la señora
Parker.
La señora Parker contemplaba la escena con incredulidad. No entendía cómo había sucedido aquella
tragedia en unos pocos minutos. Su
marido se había levantado de la mesa después de cenar para buscar un puro que
ofrecer a su invitado, el detective Hércules Poirot y, ahora estaba muerto. Fue
hasta el ladrón, le arrancó el collar y dirigiéndose al detective le dijo:
—Por esta vez, su teoría no se va
a cumplir, el asesino no es el mayordomo es lechero—dijo con típica flema inglesa.
—Ce vulgarité! —exclamó defraudado
retorciéndose el bigote, el detective.
La señora Parker le dio la espalda y cuando se alejaba musitó:
—¡Belga tenía que ser!
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