El aire gélido se estampaba contra la cara de Elena sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo. Sus manos, ocupadas con cuatro bolsas de la compra para varios días, le impedían abrigarse con la bufanda que colgaba de su cuello.
Llegó al portal de su vivienda y como pudo extrajo la llave del bolsillo de su abrigo. Otro día que vengo cargada como una burra, pensó suspirando. En el portal, guarecida ya de la ventisca, dejó caer la compra en el suelo a fin de reponerse antes de emprender la subida hasta el piso. Al levantar la cabeza comprobó que un sobre de color marrón asomaba por la hendidura del buzón. No podía abrirlo porque su marido se encargaba de recoger el correo. Pensó que alguien podría llevárselo y tiró suavemente de él hasta que consiguió extraerlo. Enfiló la escalera subiendo despacio, como había hecho tantas veces desde que él se empeñó en mudarse a ese piso en un precioso edificio antiguo rehabilitado y sin ascensor.
Nada más entrar en el hall se sintió reconfortada. Dejó lo que llevaba en la cocina, aliviando sus maltrechos brazos. La casa estaba caliente y, al instante, le asaltó la imperiosa necesidad de quitarse la inútil bufanda y el abrigo.
Comprobó en el reloj que había tardado más de lo previsto y se dispuso a guardar la compra antes de comenzar a preparar el almuerzo. Cogió el sobre para llevarlo hasta el escritorio de Tomás y entonces descubrió que iba dirigido a ella. Confundida más que impresionada, lo abrió y extrajo de él un DVD como los que tantas veces había visto a sus hijos.
Cuando Elena cerró la puerta de su casa se le encogió el corazón. Con ese gesto puso punto y final a treinta y seis años de rutinaria convivencia con un hombre al que nunca había amado. Lo que más le dolía era dejar atrás a sus hijos y nietos, pero había llegado el momento. Era inevitable; no estaba dispuesta a seguir con aquella farsa.
Sentada en un moderno AVE que le alejaba vertiginosamente de Valladolid, contemplaba el paisaje que se dibujaba desde la ventanilla. El leve traqueteo del tren le llevó directamente a aquel otro, viejo y destartalado, que la trasladó de Medina del Campo a Valladolid para comenzar sus estudios. Tenía entonces dieciséis años y toda la vida por delante.
Su pensamiento voló a la inolvidable noche en la que a la hora de la cena se le ocurrió comentar que quería seguir estudiando para enfermera. Ninguna mujer de la familia lo había hecho antes. Su destino, según le aclaró su padre, por si no lo sabía, era el matrimonio y, a ser posible, con algún hijo de buena familia en todos los aspectos; sobre todo el económico, lo mismo que habían hecho sus hermanas mayores.
Elena lloraba, desconsoladamente, tumbada sobre la colcha adamascada que cubría la cama noche tras noche. Enfermó y se marchitó como una flor. Siempre seria y entristecida, no tenía fuerzas para respirar, se ahogaba y sólo quería morirse.
La madre, más preocupada que el padre, la llevó a don Nicolás, el médico, que le diagnosticó una neurastenia. Al conocer la causa, el doctor, muy amigo de su padre, intercedió por Elena convenciéndolo con argumentos a favor de los importantes cambios que se estaban produciendo en el mundo; en poco tiempo todas las mujeres tendrían estudios. Además, le aclaró que la carrera que pretendía estudiar su hija era muy adecuada para una mujer y que debía sentirse orgulloso de que dedicara su vida al cuidado de los enfermos.
Tras unos días de conciliábulo, el padre se ablandó y a la semana siguiente viajaron a Valladolid para formalizar la matrícula. Encontró hospedaje en una residencia para señoritas regentada por monjas, a la que acudieron por recomendación de doña Úrsula, la viuda del farmacéutico, que frecuentemente viajaba a la ciudad para reunirse con su querido hijo que vivía allí desde que terminó los estudios de Ingeniería. A finales de septiembre, con una maleta de cuero que había rescatado del desván de su casa, se montaba en el tren con más ilusión que miedo...
Continuará
Hola Maria José.
ResponderEliminarCon el título que tiene este relato, no quiero pensar lo que viene después en vistas de "la perla de marido"que se vislumbra en alguna frase.
Ojalá me equivoque.
Espero la segunda parte.
besos
Gracias Ardilla. No te adelanto... prefiero que sigas leyendo y ya comentaremos.
ResponderEliminarUn beso
Interesante, ameno, bien escrito con leguaje claro y expresión perfecta. Un relato que engancha desde los primeros renglones, como deben ser los buenos relatos.
ResponderEliminarEspero seguir leyendo e imagino cuánto estarás disfrutando al escribirlo.
Saludos.
Bueno...., nos has dejado con la miel en los labios. Aunque pensemos que podemos intuir la continuacion, seguro que nos sorprenderas.
ResponderEliminarUn beso
Gracias Adelaida por tus bellas palabras y por fin he dado con tu blog, ya te dejé un mensaje. Un beso paisana.
ResponderEliminarManolo, seguirá no te preocupes, pero te digo como a Ardilla... el final...
Hola Maria José.
ResponderEliminarMe he quedado con las ganas de leer más,
no puedo imaginar que había en esa cinta,
que pudo ser tan duro como para dejar detrás sus hijos y nietos,
el marido me da la impresión que se lo merecía desde hace tiempo pero lo demás,
no sé, esto promete.
Espero con ganas la segunda parte
Un beso de Mar
Gracias Mar, habra una segunda y una tercera... jeje.
ResponderEliminarMe encanta leerte por aqui. Besos
Estaré atenta al desarrollo de esta historia.
ResponderEliminarSi miras en mi blog, verás que andamos por los mismos caminos.
Un besito amiga.
Ya he estado allí. Y sí, por desgracias las cosas se repiten. Un beso y buenas noches
ResponderEliminarMe gusta la foto.
ResponderEliminar¿Cuál es el propósito del texto, un cuento o una especie de capítulo de una novela?
Es para que me haga una idea de qué estoy leyendo.
Me recuerda un poco a las radionovelas, no sé porqué.
Un abrazote