Lugar de encuentro
El
sol cae como una pelota y la media raja de sandía hace su tímida aparición
entre las espesas nubes. La clase, iluminada durante el día por las sonrisas
infantiles se llena de sombras; el olor a chicle de fresa es sustituido por un
enrarecido ambiente a ventana cerrada, polvo de tiza y niño cansado.
El
abecedario que con tanto primor escribió la maestra a principio de curso,
permanece en la pizarra.
El
reloj del campanario da las doce; en ese momento, el abecedario se agita en
inútiles movimientos hasta que las letras que lo componen caen al suelo como
copos de nieve. Tras unos momentos de perplejidad se oye la voz chillona y
firme de la panzuda b que se ha atribuido el mando, por aquello de que es la
primera consonante.
--¡Firmes!
Las vocales a un lado y las consonantes a otro. Dos filas y a marchando a buen
ritmo --ordena.
Las
vocales, dispuestas siempre, acatan la orden con celeridad; las consonantes no
tanto. Discuten entre ellas y remolonean, no les gusta que les manden y menos
una igual.
Al
final, consienten y desfilan, ante la sorprendida o y la risueña u, que les
mira con descaro.
La l
y la ll, espigadas y orgullosas, la n, andando rápido para pillar a la m, la q que
renquea de una pierna se apoya en la p que cojea de la contraría, formando un
buen tándem; la s se contonea como una chica con tacones altos.
Una
tras otra enfilan hacia el tercer pupitre de la derecha, ahí es el lugar de
encuentro, el cuaderno de Mateo.
Cuando
llegan, cada una de ellas realiza su cometido. Primero se mezclan, luego se agrupa en palabras y a la orden de ¡ya! comienzan a dejar su impronta ayudadas por su fiel y
mordisqueado amigo, el lápiz.
Antes
de que sol aparezca, el trabajo está realizado y las letras regresan a su lugar descanso.
Esto lo hacen siempre que la maestra manda alguna tarea para hacer en casa.
Mateo, no puede llevarse el cuaderno. Cuando su padre llega de la
taberna harto de vino, la toma con él; en más de una ocasión cuando le ha visto estudiando le
ha roto los libros y el cuaderno. Desde entonces prefiere dejarlo en la clase.
A las
nueve de la mañana la algarabía vuelve a colmar el aula. Mateo corre nervioso hasta su
pupitre, lo abre y mira el cuaderno. Allí está, la tarea hecha. Sonríe y da
gracias a Dios, no sabe cómo ocurre. Quizás sea cosa de duendes o de ángeles.
Las palabras de la profesara le sacan de su ensimismamiento
--Venga
niños, sacad los cuadernos con las tareas que os mandé ayer.
Mateo
obedece.
--Muy
bien, tienes una letra preciosa --le
dice la maestra.
El
niño feliz y orgulloso mira hacia la pizarra, ve como la ñ le guiña con su
sombrerito una vez, dos veces, tres… Sacude la cabeza, cierra los ojos y los
vuelve a abrir y observa. Nada sucede. Imaginaciones suyas.