Caras, rostros...
Tambaleándose por el pasillo caminó hacia su compartimento. Abrió la puerta y en su rostro se dibujó la decepción. Había otra mujer, sentada junto a la ventanilla. Ya era mala suerte...
Cuando la vio en el dintel de la puerta del compartimento, María, se alegró. No quería compartir viaje con un hombre, estaba harta de ellos. Unos mentirosos, embaucadores de serpientes, como bien le había advertido más de una vez su madre, que en paz descanse; sin que ella, llevada por la soberbia de la juventud, le hubiera hecho caso.
Cada noche subía a aquel tren, al mismo vagón, y se acomodaba en el mismo compartimento. Desierto. Porque a ella le gustaba estar sola, viajar sola, abrir su libro, dejarse llevar por sus pensamientos, pero en soledad.
Un breve saludo, un comentario intrascendente con aquella joven y Lidia se arrimó al ventanal. Miró hacia la oscuridad del exterior. Quiso ver más allá de las tinieblas, pero sólo encontró la frialdad del cristal que besaba su frente. Intentó un esbozo de conversación con la mujer sentada frente a ella pero ésta no parecía tener muchas ganas de conversar. Mejor dejarlo. Quizá se bajara en la próxima estación. O en la siguiente.
El tono de voz con que la saludó era distante. María, se lamentó. No era lo que esperaba. La frialdad de sus escasas palabras y su huidiza mirada no la animaron a continuar una insulsa y protocolaria conversación, que no era lo que ella precisaba. Quería, mejor dicho, necesitaba con desesperación afecto. Un afecto que nadie le daba, que le librara de la angustia que como una losa le apretaba en el pecho, pero la mujer de cabello oscuro y repeinado, de tez cetrina, parecía un ser solitario. No la ayudaría.
En el reflejo de la ventana vio brillar los dorados de las rejillas del portaequipajes, el bolso de la desconocida, de charol negro, el chaquetón que ocupaba el asiento contiguo y el contorno de los cuerpos de ambas. A la luz mortecina del compartimento, los rojos, los azules y sus rostros, desdibujados, adquirían tintes siniestros.
Miró hacia la ventana, en la oscuridad de la noche vio el reflejo de su rostro y el de la mujer sentada frente a ella velados, como si fueran espectros. Su compañera de departamento mantenía la mirada perdida en ese espacio entre el cristal manchado por la lluvia y la nada.
Suspiró. Fuera llovía. La joven sentada frente a ella se movió. La cara de aquella mujer se reflejaba ahora completamente en el cristal y los reguerillos de agua deslizándose por la ventanilla daban el efecto de que estuviera llorando. Un cierto pudor le impidió mirarla directamente, pero quizá lloraba de verdad. Le llamó la atención el brillo de sus labios, unos labios gordezuelos, sensuales, pintados de color rojo desvaído. Se pasaba la lengua continuamente por ellos. Terminará sin pintura, pensó Lidia, y eso no favorece su rostro suave y redondeado. ¿Qué era lo que le resultaba familiar de aquella joven? ¿La había visto anteriormente?
María no pudo reprimir que la congoja que sentía saliera en forma de lágrimas que se mezclaban, en el improvisado espejo, con el agua que lo profanaba. Así se sentía ella. Profanada por aquel hombre malvado que después de violarla, incluso se había reído de ella. Profanado su cuerpo, y ahora su vientre, con ese hijo del diablo que crecía dentro de ella… por pocos días, se dijo, mientras las lágrimas resbalan por su mejillas, arrastrando el maquillaje de su rostro con el había procurado disfrazar su pena, su odio, su mala suerte…
La chica hizo un pequeño mohín que le endureció los rasgos. Sus ojos se encontraron brevemente. Está tensa, se dijo Lidia. Es como si estuviera masticando rencor, tan fuerte tiene apretada la mandíbula. Claro que quizá sólo era producto del reflejo y de la mala luz. Qué intrigante… tenía también una cicatriz sobre la frente. Frente ancha, mente despejada… Lidia se sonrió. La de tonterías que se pueden pensar cuando una va en un tren, en un compartimento, frente a un desconocido. Mejor sería volver a su libro y dejar de mirarla...
Tan sólo había pasado una página cuando se volvió hacia la chica.
-Perdone, pero creo haberla visto antes. ¿No ha pasado esta mañana por la consulta del doctor Andradas?
Vio la sorpresa en el rostro de la mujer. Iba a decir a algo, pero Lidia continuó hablando.
-Claro que sí, ha estado allí hacia las doce, ahora la recuerdo bien.
La miraba con fijeza pero no conseguía ubicarla en la consulta del doctor. El doctor que había confirmado lo que ya sospechaba, el embarazo. Lo cierto es que estaba tan azorada que no me fijé en nadie. Además el doctor dijo que no me podía ayudar para quitarme de encima este engendro que me carcomía. Intentó convencerme de que lo diera en adopción, sin conseguirlo. Mañana me desharé de él y terminará mi tormento, pensó.
El rostro de la chica mostraba una cierta desconfianza. También concentración. Sin duda estaba tratando de ubicar a la desconocida sentada frente a ella. Se mordía los labios y de nuevo las lágrimas – sí, no cabía duda, había estado llorando – afloraron a sus ojos.
- No, no se preocupe, es improbable que se acuerde de mí porque tan sólo entré en la consulta unos minutos, pero mi colega me puso al corriente de su caso.
—No la recuerdo, lo siento. ¿Usted también es médico?
Esperaba una respuesta afirmativa y deseaba ante todo ayuda. Tenía pánico, no, en realidad terror a lo que iba a hacer. Muchas mujeres morían a manos de esas abortadoras clandestinas y ella quería vivir. Poder disfrutar de la vida que aquel malnacido le había arrebatado aquella noche que la cogió en el portal de su casa. No tenía otra opción.
-Sí, efectivamente, soy ginecóloga. Desgraciadamente, nos encontramos a menudo con casos como el suyo. Sobre todo de chicas muy jóvenes. Ya sabe… una noche de baile, un encuentro fortuito, algo de alcohol… y luego no recuerdan nada.
—Lo mío no tiene que ver con eso. Yo quería a ese hombre, pensaba que era el mejor del mundo. Que por una vez la vida me había sonreído hasta que se desató el monstruo que era…
El rostro de la chica se ensombreció y sus ojos se abrieron queriendo comerse el mundo.
-Ya sé. Ya sé que no es su caso, pero el resultado es un embarazo que les complica la vida. El doctor Andradas no es partidario de abortos, ni siquiera en casos en los que el feto tiene problemas. Usted, ¿está segura de que no desea ese hijo? Tiene que tener las cosas muy claras. ¿Qué le parece si…? Ya que en caso de… Casi es preferible a… Y, por supuesto, todo sería…
Alguien le brindaba la posibilidad de hacerlo con seguridad. Conforme hablaba aquella mujer su corazón se serenaba y el pellizco del estómago se hacía una leve molestia. Quizás, aún tuviera posibilidad de comenzar de nuevo. Miró hacia la ventana y su reflejo le devolvió la María de siempre, la cándida, feliz y confiada María de siempre. Ella misma, su rostro sereno. Ahora se reconocía en aquel improvisado espejo y el rostro de aquella, de la que ni siquiera sabía el nombre, dispuesta a prestarle ayuda desinteresada le pareció la de un ángel. ¿Existirían de verdad?
Conforme Lidia hablaba, la joven parecía más y más interesada. Aquella cara suave, de rasgos aniñados, que media hora antes mostraba signos de desesperación, iba recuperando la calma conforme escuchaba a la doctora. Había dejado de llover. En la penumbra del compartimento dos mujeres, mano a mano, trataban de resolver problemas, de buscar salidas. En el reflejo del cristal Lidia pudo ver los ojos de la muchacha. Aquellos hermosos ojos, antes apagados, brillaban ahora con la chispa de la esperanza.
Maria del Carmen Polo y Maria José Moreno
Para mi ha sido un honor trabajar con Mari Carmen. Sin buscarlo nos hemos compenetrado de maravilla. Gracias a Gus por brindarnos esta posibilidad.
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