Pedigüeños
Mi pobre
Aquel hombre llegaba por la mañana, siempre a la misma hora, y se situaba en la esquina de la calle donde transcurrió mi infancia y juventud. Cuando pasaba la gente alargaba su mano y pedía para poder comer. Aparentaba una edad avanzada, o por lo menos así me lo parecía a mí, una mocosa que no levantaba un palmo del suelo. Era alto y delgado. El cabello corto y del color de la ceniza. Lo que a mis ojos de niña llamaba más la atención de aquella persona tenía que ver con su aspecto. Pulcro y aseado, se diferenciaba del resto de los pobres que inundaban las calles de mi ciudad. Ahora que lo pienso, no parecía un pobre, al uso.
Vestía un limpio, aunque remendado traje gris; una camisa blanca que parecía transparente de tantos lavados con el botón del cuello abrochado, comprimiéndole la nuez de estrecho que le quedaba. Una boina negra que calaba hasta los ojos le protegía la cabeza del frío.
Cuando mamá le veía, se aprestaba a abrir su bolso negro y sacaba un pequeño monedero de plástico marrón del que extraía una moneda que depositaba en su mano.
—Gracias señora y compañía —decía a la vez que nos hacía una especie de reverencia mientras se quitaba la boina —. Que Dios les bendiga.
Mi madre le sonreía y al instante, volvía a cogerme fuerte de la mano para seguir nuestro camino. Yo, siempre giraba la cabeza y le contemplaba sin que él lo supiera y observando su gesto adusto, su mirada triste y a veces, un par de lágrimas rodando por sus afeitadas mejillas.
—Mamá. ¿Por qué siempre le das dinero a ese hombre?
—Por qué lo necesita.
—¿Es pobre?
—Muy pobre.
—Pero, hay muchos como él. ¿Por qué siempre le das dinero al mismo?
—Por qué es mi pobre —decía mirándome con una sonrisa en su labios.
Con ello, terminaba la conversación, pero yo cavilaba sin entender ese sentido posesivo que ella tenía sobre aquel hombre pedigüeño y deseaba ser mayor para tener un pobre propio, al que dar una moneda diaria.
Cuando mi madre enfermó y supo que su fin estaba próximo, me encomendó que no olvidara dar una moneda a su pobre. Se lo prometí. En su lecho de muerte, tuvo un recuerdo para aquel ser, y como si hubiera sido una herencia, me hizo depositaria de la obligación diaria para con aquella persona.
Una vez transcurridos, los dolorosos días del entierro, pésames, misas…etc. me dispuse a cumplir mi promesa. Daban las diez de la mañana cuando salí a la calle a buscarle. Aquella era la hora en que habitualmente se apostaba en la chaflán que hacía la última casa. El viento me dio en la cara y casi me impidió abrir el paraguas. Sujetándolo para que no se me volviera me encaminé hacia él. Divisaba una figura al fondo tergiversada por la manta de agua que caía. Cuando llegué, me sobresaltó encontrarme a una mujer. Aterida de frío y empapada.
—Buenos días —dije cuando me repuse de la sorpresa—. Buscaba a un hombre que se ponía en este lugar todas las mañanas.
—Nunca más vendrá —me dijo sonriendo.
Sentí un escalofrío que atribuí al desapacible tiempo que hacía
—¿Cómo? ¿Le ha sucedido algo?
—Se marchó al cielo
—¿Al cielo? —repetí—. ¿Cuándo?
—Hace diez días.
En aquel instante tomé conciencia de que mi madre había fallecido también hacia diez días. Y entonces descubrí lo que ella siempre supo. Su pobre era su ángel, que la esperaba para acompañarla al cielo.
—¿Se encuentra bien? —me preguntó aquella poco convencional pedigüeña.
—Sí —respondí sin ser cierto.
—Tome —le dije dándole la moneda— y métase en el portal o cogerá una pulmonía.
—Gracias, señorita. Que Dios le bendiga. Pero este es mi sitio. Aquí he de permanecer hasta que se me ordene lo contrario. No se preocupe por mí. Soy fuerte.
—Como quiera —dije resignada, antes de darle la espalda y dirigirme de nuevo a casa.
—¿Vendrá mañana? —oí que me preguntaba.
—Seguro. Nos veremos todos los días.
Me sonreía de una manera especial y lo supe, aquella sería mi pobre, y estaría allí velando por mí hasta que me acompañara a mi reposo infinito.
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Vestía un limpio, aunque remendado traje gris; una camisa blanca que parecía transparente de tantos lavados con el botón del cuello abrochado, comprimiéndole la nuez de estrecho que le quedaba. Una boina negra que calaba hasta los ojos le protegía la cabeza del frío.
Cuando mamá le veía, se aprestaba a abrir su bolso negro y sacaba un pequeño monedero de plástico marrón del que extraía una moneda que depositaba en su mano.
—Gracias señora y compañía —decía a la vez que nos hacía una especie de reverencia mientras se quitaba la boina —. Que Dios les bendiga.
Mi madre le sonreía y al instante, volvía a cogerme fuerte de la mano para seguir nuestro camino. Yo, siempre giraba la cabeza y le contemplaba sin que él lo supiera y observando su gesto adusto, su mirada triste y a veces, un par de lágrimas rodando por sus afeitadas mejillas.
—Mamá. ¿Por qué siempre le das dinero a ese hombre?
—Por qué lo necesita.
—¿Es pobre?
—Muy pobre.
—Pero, hay muchos como él. ¿Por qué siempre le das dinero al mismo?
—Por qué es mi pobre —decía mirándome con una sonrisa en su labios.
Con ello, terminaba la conversación, pero yo cavilaba sin entender ese sentido posesivo que ella tenía sobre aquel hombre pedigüeño y deseaba ser mayor para tener un pobre propio, al que dar una moneda diaria.
Cuando mi madre enfermó y supo que su fin estaba próximo, me encomendó que no olvidara dar una moneda a su pobre. Se lo prometí. En su lecho de muerte, tuvo un recuerdo para aquel ser, y como si hubiera sido una herencia, me hizo depositaria de la obligación diaria para con aquella persona.
Una vez transcurridos, los dolorosos días del entierro, pésames, misas…etc. me dispuse a cumplir mi promesa. Daban las diez de la mañana cuando salí a la calle a buscarle. Aquella era la hora en que habitualmente se apostaba en la chaflán que hacía la última casa. El viento me dio en la cara y casi me impidió abrir el paraguas. Sujetándolo para que no se me volviera me encaminé hacia él. Divisaba una figura al fondo tergiversada por la manta de agua que caía. Cuando llegué, me sobresaltó encontrarme a una mujer. Aterida de frío y empapada.
—Buenos días —dije cuando me repuse de la sorpresa—. Buscaba a un hombre que se ponía en este lugar todas las mañanas.
—Nunca más vendrá —me dijo sonriendo.
Sentí un escalofrío que atribuí al desapacible tiempo que hacía
—¿Cómo? ¿Le ha sucedido algo?
—Se marchó al cielo
—¿Al cielo? —repetí—. ¿Cuándo?
—Hace diez días.
En aquel instante tomé conciencia de que mi madre había fallecido también hacia diez días. Y entonces descubrí lo que ella siempre supo. Su pobre era su ángel, que la esperaba para acompañarla al cielo.
—¿Se encuentra bien? —me preguntó aquella poco convencional pedigüeña.
—Sí —respondí sin ser cierto.
—Tome —le dije dándole la moneda— y métase en el portal o cogerá una pulmonía.
—Gracias, señorita. Que Dios le bendiga. Pero este es mi sitio. Aquí he de permanecer hasta que se me ordene lo contrario. No se preocupe por mí. Soy fuerte.
—Como quiera —dije resignada, antes de darle la espalda y dirigirme de nuevo a casa.
—¿Vendrá mañana? —oí que me preguntaba.
—Seguro. Nos veremos todos los días.
Me sonreía de una manera especial y lo supe, aquella sería mi pobre, y estaría allí velando por mí hasta que me acompañara a mi reposo infinito.
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Maria José, me has puesto carne de gallina. Ojalá tú tengas a un ángel a tu lado para siempre.
ResponderEliminar¿Estarán los dos, ella y él, en el Paraiso? seguro.
Dulce y estremecedor relato,
bsito, natalí
- A mi me da miedo, si me mira.
ResponderEliminar- A mì èste, me da pena, pero tambièn si no miedo, sì que me resulta èste señor, algo aversivo...
- No somos sus iguales.
- Nunca he conseguido pornerme en su lugar. Yo, estoy de acuerdo.
- Nunca, nunca, te hayas puesto en el lugar de un desgraciado.
Estos o estas dos, tienen razòn, pero no rezan.
Bueno, lo primero encantada de que hayas vuelto.
ResponderEliminarY el cuento es precioso!!!
Yo creo que en el acto de ayudar a los demás, tenemos con nosotros siempre un ángel...
Dar amor...
Bellísima metáfora.
Un besito
Tèsalo del alma, no era, a mi modo de ver, algo aversivo...era tú o yo, ahora, si somos o es, aversivo es otro tema, puede ser que en determinadas circunstancias seamos aversivos.
ResponderEliminarCreo en los ángeles, sobretodo en Eros alado.
¿Desgraciados? todos, según la hora y el humor o la vida, te comprendo.
Ves por dónde, Maria José te pongo en un aprieto, la polémica, pero es sana, seguro, o estaríamos más muertos que todos los desgraciados del mundo. No recemos, hablemos. Bsitos muchooos, natalí
creo que es la primera vez que veo asociar la figura del custodio a un "pobre" pero me ha gustado, sobre todo el sentimiento de union de las protagonistas con la figura del pobre. Miedo?, no, no veo ningun miedo en el relato, aversion?, menos aun. En nuestra vida real ese miedo o aversion hacia el "pobre" no deja de ser el miedo a podernos ver en su situacion.
ResponderEliminarPrecioso relato MJ y como siempre con un final que hace pensar en ser un poco mejores cada dia
Besos
Gracias a todos por estar aquí, auqnue sea con polémica. El relato es veridico en parte. El pobre existió ye ra el pobre de mi madre y así le decíamos porque ella parecía tener predilección por él. En aquella época no me planteé el por qué, y eso es algo que nunca podré averiguar. También es real que mi madre antes de morir nos recomendó que no le dejáramos desasistido. El resto el fruto de la mente calenturienta de una aprendiz de escritora que pretende cerrar el círculo, sobre todo cuando al leer la propuesta de esta semana,lo primero que se le vino a la mente fue el pobre de mi madre.
ResponderEliminarY sí, los angeles existen. Mi madre era uno de ellos.
Besitos para todos y feliz fn de semana
Me parece fantastico que existan estas "aprendices de escritoras".
ResponderEliminarGran persona ese angel que tienes ahora por ahi arriba :-)
Un beso, MJ
natali dice, me has puest0 la carne de gallina...y0 dig0te...c0n mis palabras:
ResponderEliminar¡ la madre que te pari0, maria j0se de l0s m0ren0s!
n0 dig0 nada mas.
medi0 bes0
María José, te felicito por este relato, inquietante y hermoso. Está perfectamente narrado y atrapa al lector de principio a fin.
ResponderEliminarTe dejo un fuerte abrazo y te doy las gracias por tu visita.
Maria José, snif, snif...decir que mi Quinto es vulgar y no sé cuantas más cosas feas...jajaja, ya sabes que al escribir "parimos" a nuestros personajes, suerte que ese Quinto no es Quinto si no uno que ha puesto Gus sin mi parabien.
ResponderEliminarEse poder tenemos al escribir, yo no pondré la cara de Quinto en mi blog, jamás, sobretodo después de todo esto, snif, sniff.
Mandé esa foto a Gus y a un par de personas, porque, divertida, lo vi aproximado en un actor de 17 años, la edad de mi Quinto, mero juego, jejeje. Gus, como siempre se ha lucido, pero, ayyyy, a sus costas, que no repito, ya no son esas con ese aspecto ¿o sí?.
Bsito cariñoso, natalí
Trini, muchas gracias por devolverme la visita, espero que sigamos en contacto. Me gustó mucho tu sitio.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarNatalí, la respuesta la dején en tu blog. Un besazo
ResponderEliminarQue vine a cotillear la presentación de los fuegos, jajaja. El relato ya lo comenté en tu nuevo espacio. La verdad, a mi no importa saltar de plataforma, ya estoy acostumbrándome.
ResponderEliminarUn besito.
Al final Mimí, vamos a terminar con el don de la ubicuidad, estando en tantos espacios a la vez...jeje.
ResponderEliminarBuenas noches
Que lindo tu relato...sabes? lo de los angeles me hizo acordar a aquel rezo que con mis hermanos deciamos de muy chicos con mi madre..."Angel de mi guardia, mi dulce compania, no me desampares..."...los ángeles que se van...y los que se quedan...me encantó...gracias...linda tu casa.
ResponderEliminarAbrazos